La tercera parte de la mano visible, por José Antonio Vergara Parra

La mano visible (III)

La Historia es testaruda, casi tanto como el hombre. Construcciones doctrinales sobre política o economía, elaboradas por mentes prominentes, han fracasado de forma estrepitosa. Pero, generalmente, no es la idea sino su ejecución lo que da al traste con todo.

Nada descubriré si afirmo que el maldito dinero es el cáncer de nuestra civilización. Algunos añaden el poder pero éste no es más que un instrumento para conseguir lo primero. Tras cada fracaso colectivo hallaremos malvados exégetas que, parapetados en sus diabólicas lecturas, andan únicamente interesados en trasuntos crematísticos.

De ahí que las extraordinarias aportaciones de Karls Marx, Adam Smith, Montesquieu, Platón, Aristósteles, Santo Tomás, Francisco Suárez, Tomás Moro, Juan Luis Vives, San Agustín, Erasmo de Rotterdam o Jorge Luis Borges, entre otros muchos, han quedado para erudición de mentes inquietas. La política, que debiera ser una ciencia, se ha convertido en una suerte de argucias para alcanzar y preservar el poder.

La política nunca quiso a la cultura, a la que ha combatido cuanto ha podido. Me refiero, claro está, a la cultura comprometida con la verdad y la razón, y no a ese pseudo-movimiento que, carente del más mínimo rigor intelectual, sólo ve en la política un salvavidas para su propia mediocridad. La cultura genuina es libre,  daltónica e insobornable.

Antes nombré a algunos de los más ilustres pensadores que, sin duda, se adelantaron a su tiempo y marcaron un antes y un después en el mundo de las ideas. Intencionadamente, he dejado para el final la más decisiva y transversal aportación de la Historia del pensamiento: El Nuevo Testamento, que tampoco se ha librado de interpretaciones peculiares cuando no enfermizas. Algunos filósofos, artistas, músicos o escritores me han regalado retazos de sensatez, destellos de belleza, meditaciones extraordinarias o soluciones imaginativas, pero resultaron insuficientes.

Hasta ahora, cuanto he leído se me antoja escaso o erróneo sino es glosado o enmendado a la luz de la maravillosa aportación de Jesús de Nazaret, lo cual no deja de ser una paradoja cautivadora: la razón subordinada a la Fe. Descuiden que no caeré en silogismos demasiado elementales, incapaces de explicar realidades complejas. Quienes pensaron que la razón lo explicaría todo erraron. Quienes confiaron sus vidas a la superstición o la hechicería corrieron peor suerte.

Hay preguntas que jamás hallarán respuestas por sesudas que sean nuestras introspecciones. Cuando la humildad destierre a la soberbia, cuando vislumbremos la fragilidad de la vida o cuando la mente se postre ante la Luz, la sabiduría podrá invadir nuestra alma.  Si así lo queremos, habremos de confiar en lo que la vista no puede ver ni el oído escuchar.

No es la razón lo que hace aguas; en absoluto. Es la maldad, la codicia, la envidia, el egoísmo o el odio lo que ennegrece el corazón y nos hace naufragar una y otra vez.

La auténtica revolución no es la de las izquierdas contra las derechas, ni la de mujeres contra hombres, ni la de pobres contra ricos. No. Definitivamente no. Hay una catarsis pendiente, una insurrección esbozada hace dos mil años y todavía incomprendida.       Nada entendimos entonces, nada entendemos ahora.  La ceguera de fariseos y la indolencia de romanos llevaron a Jesús al madero. Historia que repetimos una y mil veces. Un mundo donde cohabitan el lujo más repulsivo con la penuria más lacerante. Un lugar donde millones de personas, asustadas y desvalidas, huyen del hambre y la desesperación. Un mundo donde la naturaleza es esquilmada por la ambición ilimitada del hombre. Un mundo donde las drogas, la trata de personas, la prostitución, el tráfico de órganos humanos o de armas, generan un caudal tan inmenso como hediondo. Un mundo donde muchos preguntan el qué pero pocos el para qué y el cómo. Un mundo donde banalizamos la familia o la amistad para entregamos a fines impostados. Sí. Es el mismo mundo de entonces, invidente y cruel. Nada ha cambiado en realidad. Sigue habiendo sanedrines que, en su más deplorable hipocresía, traicionan el Verbo de Jesús con desvergüenza insuperable. Siempre habrá un poder que, como el de Pilatos, se enjuague las manos ante la iniquidad. Y seguirá existiendo una sociedad que, como aquel populacho corrompido, anteponga las vísceras a la decencia.

No piensen que me he desviado de la cuestión; ésta es la cuestión. Les hablaba de política; ¿verdad? Ni un minuto de mi tiempo para diestras o siniestras encarnizadas. Desconfío de conservadores de lo accesorio y de progresistas de artificio. No, rotundamente, no a nostálgicos de lo felizmente superado o rencorosos del dolor condonado. Etiquetas y estéticas aparte, apoyaré a quienes, desde abigarradas convicciones  éticas, hagan de la política la honorable y elevada tarea por la que cientos santificaron su pluma y millones vertieron su sangre.

Ya quisiéramos media docena de caballeros andantes que como el genuino dejó dicho:

Don Quijote soy, y mi profesión es la de andante de caballería. Son mis leyes, el deshacer entuertos, prodigar el bien y evitar el mal. Huyo de la vida regalada, de la ambición y la hipocresía, y busco para mi propia gloria la senda más angosta y difícil. ¿Es eso, de tonto y mentecato?

 

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